¿Qué podrían decir Xóchitl y la oposición en materia económica? Tal vez pudieran encontrar algún resquicio al hablar de algún tema en específico; sin embargo, resulta francamente difícil cuestionar al gobierno del presidente López Obrador en cuanto a la estrategia económica adoptada y los logros alcanzados.
El neoliberalismo significó cuatro décadas perdidas para el desarrollo del país, esto ahora resulta todavía más obvio. No sólo porque no se creció al ritmo que se requería, sino porque hizo desdichados a millones de mexicanos que se empobrecieron y que ante la falta de oportunidades de inversión y de empleo buscaron como refugio la migración y el subempleo.
En términos políticos, el presidente López Obrador ha definido a su gestión benefactora a favor de los pobres como humanismo mexicano. Los economistas hemos buscado otro tipo de definiciones y lo que se denota es un keynesianismo sui géneris; en el que, en efecto, se ha ampliado la demanda y el consumo privado, pero se han mantenido pragmáticamente los equilibrios macroeconómicos básicos. El incremento en los ingresos de millones de mexicanos ha sido uno de los soportes del comportamiento de la inversión en los últimos cuatro años y esto se reconoce tanto interna como externamente; pero con la grandísima novedad de que se ha tenido una inflación controlable.
En el ámbito de la economía los resultados no se pueden soslayar. ¿Quién razonablemente modifica una estrategia exitosa? Pocos estarían de acuerdo si se cambiara el rumbo económico; desde luego, no lo estarían la clase trabajadora, los pobres y la población vulnerable; tampoco un importante núcleo de empresarios que se ha visto favorecido por la inversión pública y por el objetivo de concatenar productiva y comercialmente a México con el resto del mundo y entre sus propias regiones.
En Argentina las propuestas de Milei tuvieron eco por la inflación desbordada, que en 2023 se situó en 212.4%. Influyeron con su cauda nociva, fenómenos como la debacle fiscal; la crisis de la deuda y la amenaza del impago; la fragilidad de las reservas del Banco Central; las fugas de capital y la dolarización; los movimientos abruptos del tipo de cambio; y la necesidad consecuente de tener altas tasas de interés – las mayores del mundo – para retener lo poco que quedaba.
Se le quiere echar la culpa a Alberto Fernández de la crisis argentina, en realidad, la debacle tuvo su origen en el Gobierno de Mauricio Macri, quien elevó la deuda externa de 63 mil 580 millones de dólares en diciembre de 2015 (14% del PIB) a 167 mil 514 millones de dólares en junio de 2019 (40% del PIB). Las distorsiones de la economía argentina y la mala racha ante una sucesión negativa de eventos: la parálisis económica del Covid-19, la sequía y la contracción de las exportaciones de productos primarios provocaron presiones insostenibles para cubrir las amortizaciones en el corto plazo. Lo peor -como pasa en la mayoría de nuestros países- fue la voracidad: se sabe que la mayor parte de la deuda contraída salió del país y no tuvo internamente un uso productivo. Sólo baste decir que 24 mil millones de dólares del mayor préstamo obtenido por la Argentina del Fondo Monetario Internacional (44 mil 500 millones de dólares) se fugaron durante el segundo semestre de 2018; algunos estiman que se esfumaron en menos de cien días.
Sin importar la tendencia ideológica de Milei, a los argentinos, en términos ortodoxos, sólo les queda caminar por un verdadero viacrucis: contracción económica; bajos salarios; ajuste hasta el límite del gasto público; venta de empresas públicas; y tal vez, elevar impuestos a pesar de su escaso espacio fiscal, entre otras cosas. Lo más grave es la pérdida de decisiones soberanas, porque el país del Cono Sur tendrá que ajustarse por el tamaño de su insolvencia a lo que dicte y a lo que determinen las revisiones periódicas del FMI.
La protesta social en Argentina ha aumentado y el riesgo es relevante tanto por el tamaño de su economía como por su importancia geopolítica. El experimento de shock -que no es obra del pensamiento libertario de Milei- podría ser uno de los últimos en el planeta, ya que la inanición económica podría llevar a una crisis con secuelas indeseables tanto para el país austral como para los países de la región, repercutiendo en la economía global. Se concibe -y así lo deseamos- que se van a flexibilizar las condiciones del pago de su deuda, así como las recetas draconianas que tradicionalmente se aplican.
Las propuestas en el marco de la teoría y de la política económica para la oposición en México están acotadas a lo que ha acontecido recientemente. ¿Cómo se podría estar en contra de la tendencia progresiva de los salarios y del gasto social, cuyos programas se han elevado a rango constitucional? ¿Cómo oponerse a la continuidad de la inversión pública que favorece el flujo de inversiones y de mercancías hacia nuestro país y que profundiza el esquema del nearshoring?
Lo que verdaderamente nos debe preocupar es como hacer sostenible estas estrategias de inversión pública y de gasto social crecientes, a lo que se suma la reforma de pensiones, que pretende fijar una tasa de reemplazo al 100%; es decir, que la percepción en el retiro sea similar a la del último salario obtenido en el trabajo activo. El tema de la sostenibilidad fiscal es el de mayor relevancia, aun cuando “convenientemente” quizá no se vaya a tocar durante la campaña presidencial. Lo deseable -como lo hemos reiterado- es no exponerse al déficit primario y al incremento de la deuda pública porque a partir de ahí todo se torna vulnerable. Argentina es el mejor de los ejemplos.
La sostenibilidad para continuar con la expansión del gasto social y de la inversión pública será motivo de revisión para el próximo gobierno. Tanto la situación actual de las finanzas públicas como el monto actual de la deuda pública permiten prever que se pueda diseñar una estrategia inteligente, sin generar grandes perturbaciones macroeconómicas o sociales. Diría que no estamos al borde de un abismo, pero que una política de gasto progresiva va a ser difícil de sostenerse después del primero o del segundo año del próximo gobierno; ello de no contarse con mayores recursos fiscales. Cierto, uno de los pilares iniciales lo da el propio crecimiento económico, la calidad de los empleos y el incremento de la tasa y la masa salariales, es decir, el aumento de la base de contribuyentes; pero se tiene que pensar en todas las fuentes de ingreso del Estado, incluyendo las que se derivan del mayor flujo de mercancías y de los capitales internacionales. De no ser suficientes estos recursos, se tendría que pensar, incluso, en algún tipo de reforma fiscal.
En Argentina el shock económico forma parte de las recetas de siempre y tiene como objetivo corregir los desequilibrios a partir del sacrificio de la colectividad. México, por el contrario, sin importar quien sea el presidente de la República, debe insistir en lo que ha propiciado su éxito: crecimiento económico con pleno empleo; creación de infraestructura y de conectividad para ampliar las posibilidades fabriles, comerciales y turísticas; mejoramiento de los salarios y mayor gasto social para incidir positivamente en el crecimiento de un mercado de más de 127 millones de personas; aprovechamiento de nuestra ventaja geográfica para consolidar las cadenas de suministros internas, así como la integración regional y la expansión comercial hacia el mundo. Todo esto, desde luego, sin perder la estabilidad macroeconómica, por lo que es indispensable darle vitalidad a las finanzas públicas. Hacer lo contrario, reducir el gasto social y la inversión pública, significaría un retroceso; más cuando, por fin, hemos superado las restricciones que imponía el neoliberalismo.
Debe decirse que México no es la excepción, en el mundo también hay cambios. El mejor ejemplo es Estados Unidos, en donde los dos principales contendientes, Biden y Trump, lejos han estado de aferrarse a posturas neoliberales; por el contrario, ambos en su momento asumieron una política fiscal agresiva para aumentar las transferencias a la población. En el caso de Biden, la política fiscal expansiva ha servido como palanca para ahuyentar la recesión tantas veces anunciada; esto en medio de un proceso inflacionario controlable y descendente.
No creo que la oposición en México por ser eso, ¡oposición!, piense en un viraje hacia la ortodoxia económica, la misma que se padeció durante más de 40 años, de Miguel de la Madrid a Enrique Peña Nieto. El simple hecho de expresarlo significaría dar un paso más hacia el precipicio que pronostican las encuestas.
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