Educación: la víctima olvidada

By on abril 3, 2023

 

Prometo no ver más las mañaneras. Prometo que, a partir de ahora, mi cerebro se dedicará a pensar en algo que no haya sido sugerido por el señor Presidente. Prometo que volveré a recordar que la solución de todos nuestros problemas está en nosotros y no en lo que hagan o dejen de hacer los demás. Desconozco si al presidente de México le gusta o no hacer balances, lo que sí sé es que –visto lo visto– a él no le gusta que le lleven la cuenta de cuanto ha hecho o dejado de hacer. Difícil no hacer este ejercicio cuando se tiene una situación en la que, desde que inició el año, no ha hecho más que acumular un traspié tras otro. Desde que empezó el año, cada iniciativa hecha por parte de la administración del presidente López Obrador ha venido acompañada de un obstáculo o de un resultado diferente al planeado.

Hace algunos años tuve la fortuna de estar al lado de quien fue uno de los verdaderos artífices –junto con el rey emérito Juan Carlos I– de la democracia española: Adolfo Suárez. Este gran líder español decía que el poder se empieza a perder en el momento en el que se da una orden y ésta no se cumple. Es verdad que, en la condición humana, esperar a ver la capacidad de daño que tienen para infligirnos, lo es todo. Cuando nos preguntan si nos parece bien algo inmediatamente nuestro cerebro actúa basándose en dos primicias. La primera, la guiada por el interés o por la curiosidad de actuar sobre lo cuestionado. Aunque, si no hay más opciones para tomar una decisión, la toma de decisión naturalmente se dificulta. Y, la segunda, es la que se rige por la convicción de estar actuando conscientemente y defendiendo lo que uno cree. Hoy en México nos encontramos en una clara disyuntiva en la que no sabemos ni qué creemos ni mucho menos –y que es peor– qué es lo que verdaderamente queremos. O tal vez dentro de nosotros sí lo sepamos, pero una cosa es saberlo y otra muy diferente es actuar para conseguirlo.

Como todo en la vida, el poder también se acaba y se desgasta en un momento determinado. Al momento de nacer todos llevamos tatuados en la piel una cláusula que irremediablemente algún día cumpliremos y que significará nuestra partida de este mundo. Sobre esto no hay excepciones ni hay quien pueda salvarse, ni siquiera el verdadero hijo de Dios. Parecía que nunca llegaría el momento en el que definitivamente se diera por concluido el régimen anterior y que –sin rastros ni evidencias sobre lo que existía antes– nada ni nadie tendría la fuerza, la convicción ni desde luego el mandato divino para poder cambiar lo que se había hecho.

No importa si es joven, viejo o si goza de buena o mala salud, la realidad es que hasta la fecha no he conocido a ningún gobernante que, después de sentarse en la silla, no piense que nació para ocupar ese sitio y, lo que es peor, que se morirá haciéndolo. La democracia tiene un sentido final y una convicción última que radica en que es el pueblo el que, en teoría, decide quién lo gobernará. Asimismo, un sistema democrático eficiente también debe tener la libertad y la facultad de destituir de su puesto a quien ya haya cumplido con su mandato o quien no haya dado los resultados esperados.

Actualmente estamos en medio de una situación en la que lo que está sucediendo en contra de la democracia es mucho más importante y grave que una simple cita electoral. Puede haber un cambio en el poder, aunque, tal y como se han planteado las cosas, estamos enfrentados a un cambio trascendental de nuestra Constitución y de nuestro ordenamiento jurídico. No nos podemos equivocar, en las peleas que se han librado desde que inició el año subsiste la parte más importante de la continuidad de nuestro sistema democrático que nadie nos regaló. El problema está en que nadie, excepto nosotros, lo podemos defender y yo no quiero plantear las alternativas ni lo que debería ser. Lo que sí es un hecho es que el presidente López Obrador ha tenido un éxito total destruyendo las fuerzas de la oposición con una gran colaboración de las fuerzas de la misma oposición.

Desde pequeño aprendí que es muy duro y difícil tener al Estado enfrentado con uno pero que es mucho peor vivir sin la existencia de un Estado. Pareciera que nos hemos enfocado en destruir las estructuras de lo que conocíamos como Estado mexicano, aunque aún sigue sin quedar claro cómo es que queremos construir las bases y la estructura que regirá nuestro futuro. Para lograrlo necesitamos un elemento clave y que es fundamental para la esperanza de los pueblos: la educación. Sin embargo, esta piedra angular de nuestra sociedad pareciera que no está ni en la mente de la actual administración ni en la de la oposición ni en la de nadie y eso es en sí mismo un grave delito.

Desde la época de José Vasconcelos que en nuestro país se había tomado la decisión de cambiar las balas por los libros con el objetivo de trazar la nueva historia del México moderno. La educación es algo que va –o debería ir– más allá de cualquier asignación de presupuestos o promesas de campañas, es algo intrínseco a las sociedades y que debe ser una de las principales prioridades para quien ostenta el poder. Sin embargo, una de las grandes víctimas y de la que peores consecuencias traerá consigo la implementación de la austeridad republicana por parte de la 4T es la educación. En México hay millones de niños deambulando por las calles y que no han tenido la oportunidad de regresar a los salones de clases tras el brote de la pandemia de Covid-19. Lo más triste de todo esto es que probablemente esos jóvenes no vuelvan a pisar un aula educativa ya que el monto designado para la contratación de maestros, creación o adecuación de instalaciones o incluso para el desayuno escolar –que para muchos niños representaba su única comida segura al día– cada vez es menor o incluso inexistente. Y estos recursos han sido diezmados o simplemente han desaparecido en las manos de los verdaderos creyentes del dogma de este nuevo régimen.

El crimen contra el sistema educativo es algo que nos mancha e involucra a todos. Si antes no fuimos lo suficientemente conscientes para ver la desastrosa realidad por la que atravesaba el sistema educativo de nuestro país, ahora tenemos que conformarnos con ver a más niños armados y perteneciendo a grupos del crimen organizado que a niños con un libro de texto sentados en sus pupitres. Es incomprensible e inconcebible que, en un país como el nuestro, con aparentemente tantos recursos, haya millones de niños que no tienen acceso a una educación, ya no digamos digna, sino básica.

Toda esta situación se agrava cuando recordamos la reforma que se efectuó al sistema educativo por parte del primer secretario de Educación Pública de la 4T –ahora Embajador de México en Estados Unidos– Esteban Moctezuma. Estamos dejando morir el sistema educativo y no por desamparo legal, sino por falta de recursos y porque, hay que confesarlo, sin ningún tipo de vergüenza, la educación no forma parte de las prioridades. El sistema educativo no está dentro de lo único que define a nuestro país y nuestro régimen que es lo que piensa, lo que quiere y en lo que invierte el tiempo el señor Presidente.

Mientras tanto seguiremos ya no viviendo en la irrealidad, sino sabiendo que si bien Don Quijote confundía los molinos de viento con gigantes enemigos –no de la 4T, sino de las pulsiones de su cerebro– nosotros nos hemos empeñado en retrasar lo que es inevitable. Y lo que ya no puede seguir esperando es la instalación del hecho económico, político y social más importante que hay en el mundo en este momento y que conocemos como T-MEC.

Desde el inicio de la administración, este régimen buscó caracterizarse por poner primero a los pobres y por ser el régimen humanista mexicano más importante que ha habido. Pero la verdad es que es un régimen que sólo llora por la historia. Y es que resulta muy difícil encontrar gestos en momentos, como el que recientemente se acaba de vivir en Ciudad Juárez, que sea posible analizar la responsabilidad que tenemos colectiva e individualmente en esta especie de barbarie como la que sucedió la semana pasada. Resulta inhumano ver cómo el fuego empezaba a arder y los candados seguían sin abrirse, pero más increíble fue la forma en la que los mandatarios se deslindaron de responsabilidad, echándose la culpa entre ellos. Sin duda alguna, este tema acabará en los tribunales y, naturalmente, por muchas vueltas que se den y por mucho que se pasen la bolita, el gobierno será el reo.

Con información: El Financiero

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