La Malintzin o el Eco de las Voces (*)

By on marzo 8, 2024

 

  • «Y como doña Marina fue tan excelente mujer y buena lengua, como adelante diré… -E volviendo a nuestra materia, la doña Marina sabía la lengua de Guazacualco, que es la propia de México y sabía la de Tabasco…Sin doña Marina no podíamos entender la lengua de la Nueva España y México”…-
(Bernal Díaz del Castillo. “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España”)
Por: Gildardo Cilia López-Cruz

Prólogo

Malinalli, Marina, Malintzin y Malinche son los nombres de una mujer única en la historia de México y de la humanidad. Los nombres son trascendentes porque dan referencia de un personaje que vivió azarosamente, pero no a la deriva, porque fue capaz de cambiar el curso de su propia historia. No obstante, su trascendencia histórica adquiere un sentido negativo cuando asociamos el nombre de Malinche con la traición.

¿A quién traicionó? “Nadie puede saltar la historia”, todos, mujeres y hombres, viven de acuerdo con sus propias circunstancias. Malintzin fue una cautiva en su tierra y sirvió de intérprete a un hombre ambicioso de gloria y de riquezas. Ella también fue ambiciosa, se trata de una mujer desposeída que surgió de la humillación y de la postración; que creció a partir de su talento: fue una mujer de muchas voces, es decir, que conoció y aprendió distintas lenguas.

En un periodo brevísimo, al erigirse como traductora, se hizo dueña del contenido y del significado de las palabras de los diferentes idiomas que dominó. Fue una mujer que hizo fluir y le dio vida a las palabras que le dieron curso a nuestra historia.

El multilingüismo de la Malinalli, más que separación, es vínculo entre pueblos, entre visiones del mundo; también, lamentablemente, entre culturas confrontadas que llevaron a la dominación de una y al sometimiento de otra. Ella más que victimaria fue víctima, sin que esto sea una justificación histórica, que es del todo innecesaria.
Códice Durán

La conquista se “constituyó en una violación”, fracturó el desarrollo de las culturas originarias, llevando a muchos pueblos al aislamiento, a la devastación y a la esclavitud. La Malintzin padeció las tres cosas: violación, devastación y esclavitud; ella es el origen de nuestro “laberinto histórico”.

La grandeza de Malinalli fue que supo aprovechar el don de las palabras para transformarse en la Malintzin; es decir, en señora o en doña (el sufijo tzin en náhuatl tiene esa connotación de respeto). Esa condición respetable fue corta y transitoria; en ella, en sumo grado, se reprodujo en vida el ciclo de la historia: surgió casi de la nada; se convirtió en una mujer influyente y poderosa y decreció, hasta morir aislada y en el olvido.
Nosotros, los hombres actuales, somos más ingratos, la queremos desterrar, pero no podemos: llevamos su sangre, somos frutos de lo que ella inició, el mestizaje. Nuestras selvas, nuestros bosques, nuestros valles y nuestros cerros evocan los pasos de esa mujer: su silueta y su alma. ¡Nuestro México es mestizo!

Malintzín o el Eco de las Voces

Totomonaliztli
Sola y abandonada, con ampollas en todo mi cuerpo, sé que voy a morir. Contemplo vívidamente el pasado, empecé casi de la nada y ahora vuelvo a la nada; nadie se acerca, entiendo, soy parte de la peste.
Nueve años atrás, el Dios cristiano favoreció a los señores blancos: mostró su ira contra los pueblos de esta gran metrópoli. Después de la «Noche Triste», la estrella del Capitán General, Hernán Cortés, parecía opacarse; luego sorpresivamente la sombra de la muerte cubrió las casas, los caminos y las arterias de agua de México-Tenochtitlan.
Entre el séptimo y octavo mes de 1520, una enfermedad llamada totomonaliztli afligió a los hombres de México-Tenochtitlan, quedándose ellos sin su valeroso Huey-Tlatoani, Cuitláhuac. La algarabía de los españoles fue grande, mostrando mucho agradecimiento a su Dios Cristo. ¿Cómo un Dios bondadoso puede traer ese terrible mal?
La enfermedad de las ampollas – la misma que hoy padezco – cundió sobre miles de casas y diezmó en mucho a los valientes defensores de México-Tenochtitlan. Ellos, los hombres blancos, le echaron la culpa a un esclavo negro, dijeron que aun cuando se había convertido en hijo de Cristo, su alma no se limpiaba del todo por tener la piel oscura. Me di cuenta de que nos despreciaban; que el Dios único les da preferencia a los hombres blancos; que todos los demás somos indignos de compasión, que sólo merecemos el sufrimiento.
No dejo de pensar en lo que fui, me llega el fin de la vida a los 29 años; no estoy vieja, pero estoy casi ciega y la enfermedad avanza por todo mi cuerpo, hasta la nariz y la boca. Ojalá el ser divino sea misericordioso y pronto me recoja. ¿Por qué este cruel castigo?
Ahora pierdo mi voluntad, busco ocultar mi enfermedad con telas y harapos; mi confesor me ha dicho que soy víctima de la soberbia; que deseé prestigio y gloria y que me henchí de orgullo cuando se me dio el trato de gran señora. Los de mi raza todavía me nombran Malintzin. Además, reitera que soy mujer, que nací para la obediencia.
Ser virtuosa significa carecer de voluntad, satisfacer el capricho de los hombres y acatar sumisa sus órdenes. No puedo negarlo, fui una mujer ambiciosa, salí de la nada y mi voz sirvió de vínculo para que se entendieran grandes señores; llegué a ser la intérprete del Huey-Tlatoani Motecuhzoma Xocoyotzín con el capitán Hernán Cortés. También estuve ahí, cuando el joven Cuauhtémoc se rindió y dijo:
-“He luchado con todas mis fuerzas y ya no puedo más, toma ese puñal y sacrifícame”-
¡No!, no pedía la muerte, pedía morir en sacrificio. Ese tenía que ser su destino como valiente guerrero, regocijar, darle vida al sol con su sangre. Jerónimo de Aguilar, al reinterpretarme confundió sacrificio con la simple muerte.
Ahora soy nadie, vivo postrada y en el olvido; pero antes fui la mujer que dominaba las palabras: la que expresaba las pretensiones de poder y de lujuria de riqueza de unos; y la que narraba el asombro, el temor y el deseo de detener el avance de otros.
Mediaba entre la fe de dos culturas. La de la predestinación de los blancos, que linealmente creen que su destino divino es conquistar y dominar a los mexicas y a todos los pueblos del nuevo mundo, así les llaman a estas tierras. Los mexicas conciben que todo se renueva, que la fuerza de lo que se ve en el cielo se apaga; que hay que darle vitalidad al sol y que la grandeza es periódica, que nada se sostiene hasta el fin de los tiempos; por eso están atentos a todo, buscan señales en el cielo y en la tierra. Dicen que Motecuhzoma observó un enorme cometa y que aquí, en México-Tenochtitlan salía una mujer gritando, angustiada: “qué será de mis hijos», como si anunciara el fin de la grandeza mexica.
Yo creo que nada es circunstancial, que todo tiene una razón de ser; que hay que interpretar lo que nuestros sentidos perciben: he vivido siempre entre signos y presagios. ¡No!, no busco redimirme con Dios, la vida es transitoria y sé que todo destino está escrito. Todo se rige por el equilibrio: dañamos y nos dañan; vivimos entre el perdón y el pecado; entre las tentaciones materiales y el espíritu. Más que aliviar mis penas, ahora simplemente quiero descansar, cerrar los ojos y no volver a despertar.
-“Arrepiéntete de tus pecados, haz a un lado tu vanidad y soberbia, sólo así podrás disfrutar del reino de los cielos”, eso dice el clérigo-
Me arrepiento, sí, pero no puedo desterrar del todo a mis demonios; aún en la miseria humana, no dejo de sentir orgullo, luché contra ráfagas de viento y polvo, hasta llegar a ser la Malintzin.
Oluta
Nací en Oluta, cerca de un lugar al que llaman Coatzacoalcos; allí, “en donde se pierde la serpiente”. Mi padre era el cacique e imponía la voluntad de los señores mexicas. La gran metrópoli crecía y pedía tributos en especie: jade, obsidiana, piedras preciosas, maíz, cacao, pescado, aves y plumas preciosas y todo lo que ellos consideraban preciado. También exigía más contribución de mano de obra para construir los edificios y las grandes obras de México-Tenochtitlan. El tequitl era lo que más dolía porque separaba a las familias y causaba desolación. Nuestros hombres jóvenes se iban y rara vez regresaban.
Como toda mujer, gran parte del tiempo me la pasaba en el tlecuil, cortando y prendiendo leña, ayudando en la elaboración de platillos, haciendo aguas de maíz y cacao y sembrando y recolectando hierbas y frutos.
Frecuentemente me aburría y prefería estar cerca de mi padre; claro, agazapada, a riesgo de que pudiera sufrir maltratos de palabra o de golpes de mi madre. Me gustaba escuchar las conversaciones de mi padre; lo que más me llamaba la atención era cuando platicaba con unas personas que venían de más allá del límite sur de nuestras tierras, que poco se parecían a nosotros, con sus cabezas alargadas, sus tocados en el pelo y sus incrustaciones de jade o de piedras preciosas en los dientes; me imaginaba que querían parecerse a los jaguares. Hablaban otro idioma, yo apenas si podía percibir algunas palabras. Eran extraños a nuestras costumbres, por eso nosotros, los nahuas, les decimos simplemente chontales (extranjeros).
Un día dejé de ver a mi padre, nunca supimos más de él. Lo llamaron los señores mexicas, presiento a rendir cuentas, parecía no estaban contentos con su labor. Lo cierto es que no regresó ¿Le habrán arrancado el corazón?
A los 14 años, a la media noche, cuando se “abren las corolas», sentí un dolor intenso. Afiebrada, perlas de sudor me corrían por mi cara y cuerpo. Mi entrepierna estaba mojada. Me di cuenta de que ya podía ser usada por un hombre, que podía ser madre.
La vida cambió con la ausencia de mi padre. Las penas aumentaron, mi madre se hizo de otro hombre para cuidar del señorío y nunca más me mostró cariño; por el contrario, se hizo más exigente e intolerante conmigo. Me duele pensar que me había convertido en un estorbo, que interfería con lo que querían ella y su esposo, el nuevo mandón del señorío.
Tiempo después nació mi hermano y mi madre le dedicaba todo el tiempo: a él lo apapachaba y conmigo se volvió distante y seca. Exigente, me trató con más rudeza y todo incidente se convirtió en maltrato. Ella era bella, también fui agraciada: mi cuerpo desde la pubertad fue ondulado y mis rasgos finos, con una característica peculiar, mi tez era menos morena que el de las mujeres de mi pueblo, incluyendo la de mi madre.
Los días de Oluta son extremadamente calurosos, más aún con el sol de mediodía, que parece abrasar a la tierra. Las noches son casi febriles, hasta hacer al bochorno insoportable; en una de ellas escuché voces y pasos. Actuaban con sigilo, quería gritar, pero no tenía caso; entre las voces, dos me eran conocidas. El marido de mi madre y ella misma, me dieron a unos hombres de Xicalango. Mi corazón se derritió, la prueba era palpable: ¡era un estorbo!
Los de Xicalango son pochtecas, comercian obsidiana, tejidos y personas; recorren las tierras de Yucatán y de las costas, hasta llegar a lo que hoy se llama la Vera Cruz. Cuando fui dada, me cuidaron y no me tocaron, me vendieron bien, tenía 15 años y aún era virgen.
Poco después me mercaron. No soy sal, ni jade, ni obsidiana: soy mujer, pero también fui mercancía. Me compraron los hombres que años antes me parecían enigmáticos: los que tienen frente larga, bellos tocados y dientes afilados, adornados con jade y brillantes.
En el transcurso del camino hacía donde abundan los ríos, escuché a mis adquirientes y pude reconocer algunas palabras que se me habían grabado, pero que no sabía lo que significaban ni el contexto en las que se decían. Asustada, temía padecer un cruel destino.
Siempre me habían intrigado esos hombres, desde que mi madre me reprendía y maltrataba por metiche. Mi padre hablaba a medias ese idioma, nunca me lo enseñó, no era necesario, ¿para qué?, soy mujer.
El idioma que se habla en la tierra en donde desembocan las aguas del río Tabasco (Grijalva para los españoles) es muy distinto al náhuatl. Un buen número de palabras del yokot’an son agudas y por la suavidad y por la entonación con las que se hablan, es un lenguaje que se pronuncia con tonos canoros; muy distante a la solemnidad del náhuatl, lleno de palabras esdrújulas con acento grave.
Potonchán
Mi señor de Potonchán, el cacique Taabscoob, no fue malo conmigo, fui una de sus preferidas y me dispensaba un buen trato. Mi vestimenta era impecable, además de vestir hermosos huipiles, llevaba prendas de oro y adornos con jade y perlas. Me deleitaba con comidas y bebidas de cacao y maíz, frecuentemente comía pescado; en poco tiempo me habitúe a las costumbres de la gente de esa tierra.
No estaba exenta de formar parte de algún ritual, de ser víctima propiciatoria; pero allí no tenía rango social, sólo era una concubina más; ya no se me podía purificar. Entre ríos y pantanos, en esa tierra es fácil observar prodigalidad: aves, venados, jabalíes, tepezcuintles y muchos animales comestibles más; frutos en abundancia; además el maíz no escaseaba.
En Potonchán, a los hombres poco les gustaba la quietud, veneraban al viento y a la guerra; les gustaba la vorágine y buscaban mostrar su poder o erigirse como los poderosos de la región. El señor Taabscoob dominaba muchos pueblos y lo obedecían.
Durante mi estadía en Ponchontán, aprendí a hablar perfectamente el yokot’an, inquieta contemplaba los cauce de las corrientes del río Tabasco y las olas del mar; miraba las estrellas y las formas de la luna para medir el tiempo; intentaba interpretar lo que nos quería decir el cielo, las estrellas y sobre todo, el astro matutino. Esto último lo hacia con disimulo para no molestar a mi señor y a los sacerdotes.
Recordaba mi pasado, los cultos, los rituales y los sacrificios, que poco se parecían a los de estos hombres con fisonomía de jaguar. Durante tres años, con otras mujeres nahuas, de mí misma condición, practiqué mi lengua materna. No que me conformara, era una concubina, pero no se me maltrataba. Nada permanece para siempre, pronto iba a estar al servicio de otro Señor.
Todo parecía ir bien, las cosechas de maíz eran abundantes y nada faltaba; no había guerras, cada uno respetaba sus cacicazgos; aun cuando bien se sabe que el dios que llama a la guerra es veleidoso, de un momento a otro puede sembrar envidia o discordia.
Los designios del cielo se enturbiaron, la amenaza venía del mar. De las grandes aguas se decía que avanzaban hombres en unas casas grandes. Muchos pueblos a las órdenes del Señor Taabscoob se juntaron para ahuyentar y guerrear a los nuevos invasores.
En honor a los dioses hubo ceremonias y los adivinos auguraron nuestro triunfo. En aquel momento me alegré: podíamos seguir disfrutando de las tierras y de los ríos; nada podía arrancar lo que les pertenecía a los señores chontales. A pesar de ser sólo una arrimada, todo lo que había allí lo sentía como mío.
Ellos llegaron bordeando los litorales de las grandes aguas y se tomó la decisión de combatirlos. Los hombres que viven en donde desemboca el río Tabasco, tenían claro que no eran invencibles; años antes, al merodear los pueblos de Yucatán, se les había enfrentado y derrotado. Para los chontales estos invasores no merecían adoración, pese a que son blancos y barbados y que evocan el semblante en vida de la serpiente emplumada, conforme a lo que nos han narrado de generación en generación. Para los chontales los conquistadores blancos eran simples mortales.
En todos los pueblos existe culto a Quetzalcóatl, los mayas lo nombran Kukulkán y los pueblos chontales Mukú-leh-chan. Conforme a nuestras religiones, es el dios que creó al mundo y a la humanidad y es el gran señor del viento y de la lluvia; también del conocimiento, de las ciencias y de las artes. Él les enseñó a cultivar el maíz a los hombres. Tanto en las tierras bajas como en las altas, esperaban su retorno: es la estrella que se va al oscurecer y que regresa luminosa en la madrugada.
Quetzalcóatl (Ce Acatl Topiltzin) estuvo entre nosotros: primero, en los pueblos donde abundan los cerros y las montañas, en Tula y en la ciudad sagrada de Cholula, que él fundó; luego, viajó por las tierras donde se observa el mar y por las tierras chontales, en donde proliferan los ríos y rebosan las aguas; hasta llegar a las tierras del “todo plano” y apropiarse de Chichen Itzá.
Todos esperamos el regreso de Quetzalcóatl y de diferentes formas; al retirarse de nosotros, los humanos, prometió volver. Unos dicen que se incineró en el pueblo de Hueitlapala, cerca de Coatzacoalcos, por lo que su advenimiento se espera desde los cielos, desde la estrella matutina; otros mencionan que una enorme serpiente o varias serpientes lo trasladaron por las grandes aguas. Estos esperan que retorne desde el infinito manto de agua, cuyo horizonte parece terminar en fuego.
Los pueblos nahuas y mexicas que habitan en medio de los grandes cerros creían que estos hombres si eran dioses. Yo misma por mi origen nahua me preguntaba: ¿habrá regresado Quetzalcóatl?
Potonchán y otros pueblos no fueron víctimas de creencias, aun cuando siempre les daba miedo lo desconocido. Los tambores de guerra sonaron y mi señor, el cacique Taabscoob, hizo frente a los invasores. Ellos venían de las amplias aguas: de las once casas flotantes, con muchos hombres (750 soldados).
Interesada por el rumbo de los acontecimientos trataba de observar lo más posible; también me enteraba por las noticias que se difundían de casa en casa. Los nuevos conquistadores para guerrear se ponen unos caparazones entre blancos y amarillos, como si fueran armadillos y atacan con unos objetos que expulsan fuego; aun así, parecía ser que la victoria iba a ser de nuestros señores chontales.
La algarabía era grande en Ponchontán, repentinamente aparecieron animales enormes que a todos espantaron, causando pánico. Las huestes del Señor Taabscoob se desordenaron, muchos huyeron, pocos guerreros se mantuvieron firmes. En la batalla nos fue difícil distinguir si el animal que atacaba era uno solo; después, al terminar las hostilidades, nos dimos cuenta de que eran dos: una bestia sobre otra bestia. Los invasores suben a los que nos parecía un enorme chimáy (venado) y lo manejan a su antojo: los hacen correr, trotar y frenar y virar de un lado a otro.
La batalla de Centla
Los invasores vencieron, el Señor de Potonchán y los mandones de otros 17 pueblos negociaron para detener su furia. Les regalaron mantas, maíz, oro, prendas preciosas y otros objetos; todo a cambio de que se retiraran. El jefe de ellos, de nombre Hernán Cortés, estaba más interesado en obtener información; el cacique Taabscoob, que bien sabía lo que quería, convenientemente, le dijo:
-“En las tierras de los grandes cerros, hacia el norte y el poniente, hay una Ciudad que se llama México-Tenochtitlan, llena de poder y riquezas; lo que existe aquí es pobre comparado con lo que hay en esa gran metrópoli” –
Eso era lo que quería oír Cortés, desde ese momento dejaron de interesarle las tierras chontales.
El señor que navegó por las grandes olas no estaba del todo satisfecho con lo que se le obsequiaba. Así mi vida enfrentó una nueva circunstancia, un nuevo derrotero. No estuve equivocada, llegó un mensajero y me dijo que había cambiado de dueño; que me iba a ir con los señores blancos. Me reunieron con tres muchachas de Potonchán y con 17 más de otros pueblos, todas jóvenes y agraciadas ¡Fuimos un regalo más!
Las muchachas lloraban, les pedí que no lo hicieran; que debían de entender que nuestros amos nos habían entregado para el bien de su gente; que éramos las proveedoras de su tranquilidad.
Los nuevos señores no tienen nada distinto, lo que los diferencia es que son blancos, y que su cabello es menos negro; ¡ah!, y tienen vellos alrededor de los labios y en los cachetes. Me sorprendió su olor hediondo, inaguantable, que obliga a contener la respiración y a defendernos del vaho, haciéndonos a un lado.
Tiempo después dos señores harapientos, con largas túnicas nos echaron agua en la cabeza y me dieron un nuevo nombre: Marina. El capitán Cortés nos repartió con diferentes señores, que eran los mandones principales, después de él. A mí me obsequiaron con el Señor Alonso Hernández de Portocarrero. Su aliento lo sentí infame. Él, como todos los demás, tienen los dientes negros, picados, y le faltan muchas piezas dentales; otros, están casi chimuelos. Todo les hiede, su boca y su cuerpo, hubiera preferido desmayarme, quedarme sin sentido, cuando mi nuevo señor dejó caer su cuerpo sobre el mío.

La Vera Cruz

Después de dos semanas subimos a las casas flotantes y nuestra desgracia aumentó: ¡el hedor era insoportable! Estos hombres, en efecto, no son deidades; los dioses no pueden oler a ta’, a cuitlatl. Observé que no tenían las más mínimas reglas de higiene, no se bañan, ni siquiera se lavan la cara, las axilas y las partes pudendas; no se limpian los dientes con agua, ni utilizan ceniza de tortilla con miel, ni estropajo, ni piedras planas. El viaje fue nauseabundo, volvía y volvía del estómago; pensaban que era consecuencia del vaivén de las olas, la verdad fue por tanta inmundicia.

No sé había puesto el sol y ya éramos víctimas de unos bichos casi invisibles. Nos habíamos llenado de piojos y las pulgas corrían por nuestra piel. La comezón incontrolable nos enloquecía, nos habíamos llenado de ronchas y nuestra piel se puso al rojo vivo; también vimos unos pequeños animales peludos con colas lampiñas que me erizaron la piel y me causaron repugnancia. Sufrimos lo indecible por la pestilencia y las alimañas.

En el trayecto me sobrepuse tratando de comprender lo que en ese momento vivía. Siempre trato de entender lo que me es extraño; de hecho, siento atracción por lo desconocido. Pude contemplar a los que creíamos venados gigantes, ahora sé que no lo son. Muy lejos están los caballos de ser demonios, son animales dóciles que obedecen la rienda de sus amos; luego me enteré de que a los instrumentos que escupen fuego les dicen arcabuces y a los que vomitan aún más fuego, cañones; las casas flotantes tienen un nombre, barcos. Sucesivamente, empecé a conocer cómo se llamaban las cosas que me rodeaban.

Me sorprendió ver que los hombres que guerrearon a los chontales les guardaban mucho respeto a los dos señores que en Potonchán nos echaron agua y cambiaron de nombre. Estos tienen otro propósito, no vienen sólo a guerrear, sino a hablar de un nuevo Dios, cuyos brazos atormentados se extienden en una cruz. El símbolo no me es extraño, la cruz la utilizan los chontales para venerar a la ceiba, el árbol que consideran el eje y el centro del universo. Al Dios crucificado le muestran gran reverencia, todos se inclinan ante él y a su vez, hacen cruces con su mano derecha en su cara y en su pecho. Cuando inició nuestro adoctrinamiento, los sacerdotes harapientos nos levantaban el dedo índice y cerraban los demás: “sólo hay un Dios y es él”; luego meneaban sus cabezas y sus manos, indicando que no había ninguno más.

No todo me pareció mal, los hombres humildes con señas y ademanes nos indicaban que el Dios que está en la cruz se sacrificó por nosotros, que murió por todos; luego, entonces, que nadie debía ser sacrificado por ningún Dios, menos por los nuestros a los que llaman demonios. Para hacerse entender mejor, le pedían apoyo a un señor cuyo nombre es Jerónimo de Aguilar. Nos habló en una lengua distinta, poco se le entendía; sin embargo, logré vincular algunos vocablos con los del yokot’an. Era la que más comprendía y don Jerónimo se mostró sorprendido. Tuve, inicialmente, conversaciones básicas con él, logré captar que vivió prisionero en Cozumel, una pequeña isla de las tierras planas; y me di cuenta de que el idioma con el que nos hablaba es el ilustre maya de Yucatán.

Don Jerónimo ampliaba sus conversaciones conmigo, de modo que avancé rápidamente en el conocimiento del maya; además me generó especial interés el otro idioma, al que denominan los hombres blancos “castilla”; me parece rico en palabras cortas y largas; sus vocales suenan límpidas y sus consonantes ligeras. Me gusta su fluidez y la conjunción recurrente de sonidos graves y agudos le da una sonoridad galante, también escucho entonaciones ligeras y profundas. Por nostalgia concebía que el “castilla” se parecía a las aguas del río Tabasco, cuyas corrientes se desbordan y calman. Sé que todos los idiomas son un reflejo del espíritu humano: de entornos y esperanzas y del torrente de las pasiones y de la armonía de la razón. También entendí que tenía que conocer ese idioma si quería ser más que una simple esclava.

A distancia y con prudencia observé a hombres con una pluma y con legajos, el más entretenido en este menester era el Señor Bernal Díaz del Castillo. Inquieta le pregunté a Don Jerónimo, ¿qué hace? Me contestó, escribe. Desconcertada repregunté, ¿escribe? Sí, – me respondió – todo lo que observa y escucha lo plasma en esas hojas. Me quedé sorprendida, nunca pensé que se pudieran trazar las palabras tan fácilmente.

Pasaron los días, el jefe de todos, al que siempre se dirigen con respeto y recelo, don Hernán Cortes, ordenó desembarcar en un islote, que ya tenía un nombre: San Juan de Ulúa. Me comentó don Jerónimo que (de acuerdo con la carta de navegación) hacía menos de un año que había arribado a ese islote la expedición de don Juan de Grijalva, en el día de San Juan Bautista y que en el templo que se divisaba había unos “demonios” que realizaban sacrificios humanos; a estos sacerdotes los naturales los llamaba úluas; de ahí el nombre del islote. No tuve menor interés por visitar el templo y menos ver restos de humanos sacrificados; eso no me impresiona, he sido testigo de sacrificios rituales desde niña. Nada podía opacar mi felicidad, después de seis días, respiraba aire limpio, me podía refrescar y limpiar; me sentía liberada del inmundo barco; del hedor de todos los días.

Al día siguiente los señores harapientos nos advirtieron que debíamos hacer ayuno, guardar silencio y mostrar tristeza, por ser viernes santo; día de gran culto porque se le rinde pleitesía a la cruz donde falleció Cristo. Noté rostros compungidos, algunos se habían lacerado; pero los que se infligieron mayor castigo eran los dos hombres que nos adoctrinaron; ¡ah!, y don Jerónimo, que también es clérigo.

Después nos trasladamos a tierra firme y en las playas de Chalchicuecan, en un asentamiento de chozas de palma, el Señor Cortés se inclinó, colocó una cruz, se santiguó, oró y habló. Poco entendía y don Jerónimo me explicó que había declarada fundada la Villa de la Vera Cruz. Eso fue el 22 de abril de 1519.

El silencio de ese día me pareció eterno, no por ser intrascendente: para mí el silencio es una pausa transitoria entre lo que digo, lo que pienso y lo que escucho. Esa ha sido la base de mi aprendizaje: saber oír y hablar; y lo que más me gusta es aprender palabras.

Desembarco de Cortés en Vera Cruz

Esta historia continuará…

(*) Agradezco a José Enrique Vidal Dzul Tuyub, cuyo artículo Malinalli fue fuente de inspiración de este texto.

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