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Fiestas Patrias
Jorge Valencia*
Muchas generaciones de mexicanos aprendimos en la escuela que Benito Juárez era un indio que llegó a ser presidente. Que Hidalgo abolió la esclavitud a campanazos y que el Pípila incendió la Alhóndiga de Granaditas para correr a los españoles de nuestra patria.
Efectivamente, como quieren algunos postliberales, aprender mitos retorcidos que originan, pero no explican nuestro presente, resulta una pérdida de tiempo y esfuerzos educativos. Argumentan que mientras nos sumimos en el pasado, el futuro queda cada vez más inalcanzable.
Depende cómo se estudie la historia y para qué. Todos los monumentos son documentos de historia y a la vez de barbarie, según Walter Benjamin.
La escuela legitima héroes y condena traidores cuando su propósito se ciñe a cierta formación maniqueamente moral: los buenos a los que hay que imitar contra los malos cuyas conductas debemos evitar.
El mismo Benito Juárez, en escuelas reaccionarias, es un traidor y oportunista que persiguió curas.
Seguramente detrás de un acto cívico donde se tañe una campana ocurren posiciones ideológicas y se exacerban convicciones.
(Casi) Todas caben en un símbolo. La bandera y el himno y la transfiguración de un niño con peluca en Hidalgo y otra en La Corregidora, con faldones severos, fundan nuestra identidad como una historia original -en cuanto nos origina- que seguimos reproduciendo.
Las fiestas patrias se cimentan en el deseo de la colectividad para explicar su lugar en la historia. Detrás de “fifís” y de “chairos”, reaccionarios y jacobinos, los mexicanos tenemos en común el amor a México. Todos brindamos con tequila y a todos nos entusiasma José Alfredo Jiménez.
El efecto nacionalista que provoca una adelita y un chinaco, aunque se trate de disfraces simplistas, inevitablemente reconstruye y actualiza nuestra adhesión al colectivo.
Grito tenía que ser nuestro signo. Alharaca y “ajúa”. Balazos al aire y “Cielo rojo”. El escandaloso mariachi, el mole con gastritis incluida y el mezcal con gusano. El chile, el pipián, el pozole…
La mexicanidad cuya hermenéutica se asume de manera tácita: el 15 de septiembre todos somos indios. Todos tenemos rebozo y calzones de manta y abjuramos de la esclavitud y de la monarquía.
Bajo la cruda del 16, el alkaseltzer obliga a una planeación de clase de Historia donde lo fácil es el bronce (las estatuas y los monumentos) y lo difícil, contemporaneizar lo que ocurrió. El maestro es un intérprete. Bien o mal (a veces muy mal), su importancia radica en cuánto persuade la asunción de la identidad nacional.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx
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