Formar en y para la educación

By on junio 25, 2021

Revista Educarnos

Aplicar las recomendaciones pedagógicas y didácticas en un salón de clase se vuelve, en la práctica, un deseo difícil de conseguir. Una de las principales causas de la dificultad para lograr ese ideal es la herencia, no consciente, de un cierto positivismo en la concepción de la educación. Durante el siglo veinte, siglo de una amplia expansión de la escolarización, se consideró central la dicotomía enseñanza–aprendizaje, al tiempo de centrar en la buena y correcta enseñanza el logro de un buen aprendizaje, sin considerar el carácter relacional intrínseco del acto educativo.

Esa consideración suscitó la construcción de una racionalidad educativa de carácter técnico la cual conllevó a considerar la falta de aprendizaje de los escolares como un problema del escolar, y en cierto modo a cegarse ante la posibilidad de considerar dicha falta como un defectuoso desempeño del enseñante. La racionalidad técnica establecía, sin dudar ni poder dudar, las acciones del enseñante, las instrucciones a seguir por el aprendiz y, por tanto, al no dudar de la capacidad del profesor, pues estaba técnicamente preparado y normativamente formado, las causas de no logro educativo estaban, todas, del lado del escolar.

Estas ideas obstaculizaron reconocer cómo el acto educativo implicaba una relación estrecha entre las acciones del enseñante y las acciones del aprendiz, el logro o no del aprendizaje dependían de la racionalidad de la acción de ambos agentes educativos. Si bien la técnica proponía al profesor, por ejemplo, la norma del silencio de los aprendices en el aula, las acciones realmente ocurridas en tal salón podían en los provocar una situación en la que era necesario intercambiar actos de habla para conseguir la mejor transmisión–recepción–reflexión entre ambos agentes, enseñante y aprendices.

La reflexión en la acción permite al profesor, realizar las acciones necesarias para conseguir de los aprendices una cabal reflexión de las ideas, conceptos o asertos propuestos en el plan de estudios, no sólo por su buena presentación, didácticamente construida, sino por su relación con las reacciones de los aprendices a su comunicación.

El siglo veintiuno y los desarrollos de las ciencias en estos años han producido cambios importantes que impactan la relación enseñanza–aprendizaje y dejan ver cómo está constituida de manera relacional, no de manera apodíctica. Son los sucesos ocurridos en la relación, y su índole cambiante e incierta (porque no se puede anticipar del todo) entre aprendiz y profesor la que constituye o no un acto educativo. Por ejemplo, hoy la información necesaria para introducir al conocimiento de alguna destreza cultural o a un conocimiento está disponible prácticamente al día para cualquier persona con acceso a un dispositivo digital. Ya no la controla el profesor. Ya no importa ofrecer la información a aprendices informados sino promover la reflexión y la comprensión de los significados de tal información.

De aquí la importancia de formar a los profesores en los elementos de la racionalidad de la acción y en el dominio del proceso relacional del acto educativo para lograr los aprendizajes demandados en este tiempo, abierto, en movimiento y cambio continuo, y a la vez prometedor de logros muy anhelados.

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