La debacle educativa

By on septiembre 8, 2020

Nexos

La crisis mundial generada por la pandemia ha causado en México dos debacles identificadas con pocas semanas de diferencia. La primera es la sanitaria, agravada por las posibilidades de un sistema de salud en cuestionamiento y cambio; la segunda, es la económica, que afecta a más del 50 % de la población económicamente activa (PEA) en situación de informalidad laboral. Una tercera, que nos parece todavía más dramática y que se identificó posteriormente, es la del sistema educativo: se presenta en toda su crudeza al inicio del año escolar 20-21, y sus consecuencias más profundas no serán fáciles de identificar.

Al cerrar el espacio escolar con fundamento en las pocas medidas eficientes para controlar la pandemia —la sana distancia, el lavado continuo de manos, y el uso del cubrebocas— nos percatamos, desde hace unos meses, que la pandemia le pegaba en seco al sistema educativo nacional, pero en particular a la educación básica. La estrategia educativa consolidada a todo lo largo del siglo XX, y continuada en los principios del XXI, ha sido la de la escuela como infraestructura elemental; sin ella, no se pensaba que pudieran llevarse a cabo los actos educativos y las estrategias de enseñanza y aprendizaje para la triada educativa fundamental alumnos-maestros-contenidos.

Cerrar las escuelas y, por ende las aulas, es anular el espacio en el que se congregan en grupo los alumnos frente a un profesor; secuencialmente, el mismo grupo o igual número de estudiantes con varios docentes a lo largo de la jornada o de la semana,  por largas horas del día —por lo menos 4, pero pueden ser 6— durante 200 días al año. Además de estos datos —tan comunes que ni siquiera se tomaban en cuenta— la comunidad escolar se convierte en la vía fundamental, no sólo de la adquisición de conocimiento sistematizado, sino de la socialización de las nuevas generaciones y, a pesar de todos los problemas de la desigualdad escolar, de la democratización de oportunidades al inicio de la vida.

Más allá del rigor de los reglamentos disciplinarios y de la organización del trabajo en las aulas, las y los niños, adolescentes y jóvenes hacen de la escuela el centro de su vida cotidiana y de su cultura estudiantil. A pesar de todas sus fallas, la escuela es también el centro de la vida infantil y juvenil; en paralelo a la programación académica oficial —o al currículum  real— los estudiantes hacen suyo el espacio escolar para actividades de desarrollo personal, de libertad frente a los límites de la vida familiar, de intercambio con sus pares. Es el lugar donde se generan amistades, enemistades y noviazgos; también las aventuras, la imaginación y el atrevimiento de las empresas infantiles y juveniles. Al mismo tiempo, es el “alivio” para los padres, quienes tienen la certeza de que sus hijos están en lugar seguro a cargo de otros adultos responsables y durante los horarios escolares desempeñan otras actividades, principalmente económicas. Cuando esos dos tiempos no coinciden, los niños están en absoluta desventaja y soledad.

Al hacer este planteamiento sobre el espacio escolar nos referimos al espacio físico, invisible hasta ahora como la base material para pensar en la interacción educativa  fundamental. Por lo que se convierte en uno de los mayores desafíos  del momento: el espacio escolar y las interacciones educativas fueron pensadas y diseñadas para el trabajo presencial y en grupo. Por lo pronto, si el sustrato material básico se pierde, lo demás se tendrá que reinventar.

A lo largo del siglo XX, las políticas educativas propusieron cada vez mayor escolaridad para un mayor número de niños, niñas, adolescentes y jóvenes mexicanos; en la primera mitad del siglo se diseñaron estrategias para otorgar a todos los menores de edad, primero, cuatro años y, después, seis de escolaridad primaria. En su especificidad, se diseñaron las escuelas rurales, unitarias o multigrado, y los cursos comunitarios, pero pensando en una estrategia básica: un adulto con un número de alumnos en grupo. A partir de 1959, el Plan de Once Años de educación primaria provocó un aumento cada vez mayor de la escolaridad.

En 1993 se estableció la obligatoriedad de la escolaridad secundaria. Importa señalar que, en 2002, la educación de los primeros años de la vida —de los dos años en adelante— también se trasladó obligatoriamente a las escuelas; se ensalzó la importancia de la educación de los  pequeños y la especialización de sus maestros. En 2012 la obligatoriedad se llevó al nivel medio superior. Las y los niños, adolescentes y jóvenes mexicanos deben lograr 15 años de escolaridad, casi en su totalidad pensada para llevarse a cabo en los espacios y tiempos mencionados.

No es momento de introducir las continuas críticas de los investigadores educativos a las enormes deficiencias del desarrollo educativo en el país. Una mirada a los estados del conocimiento, elaborados por los investigadores agrupados en el Consejo Mexicano de Investigación Educativa, permite afirmar que han sido constantemente señaladas y se han propuesto soluciones. Entre las críticas recurrentes destaca la precariedad de las instalaciones escolares; la falta de agua y las pésimas instalaciones sanitarias de un 30 % de los edificios escolares. Lo que no se cuestiona es la necesidad de mejores edificios escolares como base de la operación del sistema educativo. Sin duda la experiencia actual permitirá relativizar lo indispensable que son los usos y los tiempos rígidamente asignados a la relación educativa.

Una de las recomendaciones más frecuentes para mejorar la calidad de la enseñanza ha sido reducir el tamaño de los grupos; apenas hacia 1990 se logró en México un promedio menor a 30 alumnos. Desmenuzar el número de alumnos por grupo puede contribuir a entender la problemática. Según el tipo, nivel y modalidad escolar, el tamaño de los grupos varía entre menos de 10 y más de 100. El promedio de estudiantes por escuela también varía: en preescolar es de 53 alumnos; en preescolar comunitario es de ocho, y en secundaria técnica es de 400. En  general, en zonas urbanas, el número de alumnos por escuela secundaria  puede llegar a ser hasta de 3000 o más y se atienden en grupos en una misma unidad escolar a cargo de equipos de docentes. Importa señalar la diversidad de las escuelas y de los grupos escolares, ¿cómo individualizar ahora la atención a cada uno de ellos fuera de la escuela y frente a un televisor?

Las y los maestros son la clave del funcionamiento de la educación; el país cuenta con poco más de un 1.2 millones de docentes que atienden la grupos de alumnos en preescolar, primaria y secundaria. El promedio burdo es de 21 alumnos por cada profesor. Los promedios, nuevamente, son engañosos: pueden ser ocho o más de 60; según el número de grupos que atiendan, en secundaria los profesores de asignatura pueden atender por semana un promedio de 250 alumnos diferentes. Pero comparten la atención a esos alumnos con los profesores de las demás asignaturas. Independientemente del promedio, son los docentes quienes tienen el conocimiento y el contacto directo con sus alumnos.

La transformación del espacio y del tiempo escolares

La educación a distancia existe desde hace tiempo. Inicialmente, como atestiguan algunos viejos y comprometidos profesores que buscaron llevar la educación primaria y la capacitación docente a los lugares más remotos del país, estaba basada en programas de radio. Desde su creación en 1945, el Instituto Federal de Capacitación del Magisterio facilitó la capacitación y certificación del conocimiento mediante una formación semiescolarizada, por radio y por correspondencia.

En 1973, la telesecundaria fue la primera modalidad escolar en utilizar la televisión para cumplir con los programas anuales y el ciclo de tres años de escolaridad para los adolescentes. Sin embargo, la estrategia del grupo escolar persiste: es el contenido el que se transmite por los medios; el adulto y sus alumnos en grupo siguen siendo la base de la relación educativa.

Los telebachilleratos no tardaron en explorar esta modalidad. Veracruz es el estado pionero; hasta la fecha, su ejemplo y sus programas se siguen en varias entidades del país. Los reglamentos establecen a los telebachilleratos como la modalidad propia para las localidades con menos de 2500 habitantes; la modalidad permitió  la cobertura a las zonas rurales y marginales del país cuando se decretó la obligatoriedad constitucional del tipo medio superior en 2012. Pero también empiezan a adquirir fama de modalidades precarias y de muy baja calidad.

Las modalidades abiertas y a distancia se han explorado con más seriedad en la educación superior desde hace varios años. En particular, en 2012 se creó la Universidad Abierta y a Distancia de México que ofrece programas que favorecen a los “estudiantes atípicos”: extraedad, trabajadores, amas de casa, madres de familia, y estudiantes que  por múltiples razones interrumpieron sus estudios.

Para los tiempos del covid-19, las modalidades a distancia estaban establecidas de pleno derecho para la educación media superior y superior; no así para las y los niños, adolescentes y jóvenes. Todo tipo de cursos a distancia –carreras completas, talleres socio emocionales, laboratorios virtuales, capacitación para el trabajo en distintos oficios– está a disposición mundial, incluso de manera gratuita.  Un ejemplo son los materiales de laFundación Slim.

Cuando se decretó el cierre de las más de 200 000 escuelas de educación básica en marzo de 2020, el sistema en su conjunto se encontraba en el tercer y último periodo del año escolar. Todos los problemas anteriores se redujeron en proporción. Casi 20 millones de estudiantes (no se cuentan aquí los de media superior ni superior) y cerca de un millón 200 000 maestros —cerca de la quinta parte de la población del país— se quedaron sin su actividad cotidiana. Ante la gravedad de la situación y el cierre de las escuelas, pocos se entusiasmaron por las “vacaciones extraordinarias”; el periodo escolar no había concluido.  Fue impresionante la movilidad de las instituciones e incluso heroico lo que hicieron los docentes por entrar en contacto con sus alumnos y “salvar el año escolar”.

La experiencia de los meses pasados permite avanzar los resultados de innovación, cambio, imaginación, y compromiso demostrado por las y los maestros —en su mayoría con apoyo institucional y muchas veces sin él—,  las y los estudiantes y, sin duda,  las madres y padres de familia. Se ha reseñado una infinidad de innovaciones posibles; se ha localizado una gran cantidad de fuentes de información, contenidos, cursos y recursos educativos disponibles por vía electrónica; se ha descubierto que hay capacitación a distancia, talleres y laboratorios virtuales. Los ensayos y reflexiones académicos, propuestas, experiencias y vivencias de todo tipo se han multiplicado. Se ha vuelto evidente que el cierre de las escuelas impactó a al resto de los elementos básicos de la interacción escolar: los contenidos programados no necesariamente coinciden con los nuevos recursos virtuales; los maestros se dan cuenta de que no es posible replicar las mismas dinámicas, y que sus estrategias de trato personal son inhibidas por las pantallas. No saben dosificar el tiempo ni relacionar su pedagogía con los nuevos contenidos, por no recordar que muchos desconocen el manejo de nuevas tecnologías. Y, ¿cómo evaluar? ¿Sirve de algo la cantidad de evidencia que se solicita a cada paso en la nueva interacción a distancia? Resulta especialmente dramático el caso de los alumnos que concluyen un ciclo y tendrán que tramitar su ingreso al siguiente sin claridad sobre la documentación exigida hasta ahora.

Muchas instituciones escolares se han convencido de la dificultad de regresar a la educación presencial en el corto plazo. Se han elaborado infinidad de propuestas de trabajo; las más complejas (y completas) se amparan bajo el concepto “híbrido”, con una combinación estratégica de actividades presenciales, a distancia, sincrónicas y asincrónicas,  para grupos reducidos de alumnos. Innumerables encuestas han sido realizadas para conocer la situación de los alumnos. Algunas instituciones han alcanzado la sofisticación máxima en la programación de las actividades de sus estudiantes conforme a los nuevos protocolos de seguridad, incluso tomando en cuenta cuántos hermanos tendrán que hacer uso de la misma computadora en casa.

Aparece un resultado básico, los alumnos pueden dividirse en tres grupos:

I) Los que han sido debidamente contactados por sus maestros a través de diversas vías electrónicas. Predomina el celular, al que parecen acceder con mayor facilidad, pero también por internet.

II) Los alumnos que de alguna manera han sido contactados pero carecen de acceso fácil a la comunicación a distancia. Hay una infinidad de problemas de conectividad, no sólo la calidad del internet, sino también que haya una sola computadora en casa; varios hijos con necesidades de acceso diferentes; madres y padres que no saben o no pueden  ayudar, entre otras situaciones.

III) Los alumnos (y los maestros) de los que no se sabe nada.

Después de este periodo de innovación y confusión educativa tan intenso, se anunció el inicio de clases para el 24 de agosto; mientras los semáforos epidemiológicos no estén en verde, las clases no serán presenciales. El pasado 3 de agosto, el presidente López Obrador firmó un convenio con las televisoras privadas para la retransmisión de los contenidos escolares  para todos los niveles, 24 horas al día, 7 días a la semana, con programas elaborados por la SEP. Pero el acuerdo no se acompañó de las responsabilidades y funciones, contenidos y actores previstos para operarlo, o de la programación pensada para el regreso. En particular, brilla por su ausencia la participación y responsabilidad de los maestros y la interacción que deben propiciar con sus alumnos. Ni en las mejores épocas neoliberales —dirían los acérrimos críticos— podríamos haber pensado que llegaría el momento en que el sistema educativo se pusiera en manos de las televisoras privadas. Abundan las razones por las que la televisión no puede cumplir las funciones y fines educativos plasmados en las leyes y en los más nobles programas sectoriales de educación.

Desde luego la responsabilidad de la SEP por la salud de los millones de niñas, niños, adolescentes y jóvenes del país es abrumadora, y entre la educación y la salud de los estudiantes y los maestros, y de sus familias, el uso de la televisión privada parece ser casi la única solución posible. Es cierto, también, que la  SEP no impide el uso de  otros dispositivos para quien pueda acceder a ellos, pero no hay apoyos para impulsarlo. Nos parece que, en estas circunstancias, es cada uno de esos cientos de miles de maestros,  los que tienen contacto directo con un número manejable de alumnos y los que conocen las especificidades dentro de esa enorme diversidad que es el mundo escolar.

Es el momento de la colaboración, de la imaginación, y de la generosidad —no del control. Es el momento para revisar las rígidas formas tradicionales de los contenidos nacionales, en particular su inflexible secuenciación. Al mismo tiempo que se exige la recuperación de las experiencias de todo tipo, de los aprendizajes logrados, que seguramente serán diferentes e incluso superiores a los transmitidos por TV. Deberíamos, también, tener nuevas formas y referentes para la “evaluación diagnóstica” de lo aprendido y su certificación.

No podemos diagnosticar los efectos de este drama simplemente midiendo un aprendizaje estandarizado contra planes y programas que ya quedaron rebasados. Es el momento de aprovechar la autonomía profesional de cada maestro y de pensar en los verdaderos apoyos de autoridades burocráticas y sindicales a su trabajo colegiado. Así, una vez que concluya esta “minúscula amenaza gigantesca”, como la describe una querida colega,  regresaremos a una escuela verdaderamente renovada.

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