VER MAL

By on diciembre 14, 2020

Revista Educarnos

Los años nos dejan la irremediable consecuencia de ver mal. Como los latidos del corazón, quizá nazcamos con un número definido de imágenes que los ojos agotan en el transcurso de los parpadeos y de las lágrimas. La vejez se sobreviene con representaciones borrosas. Terminamos viendo las cosas entre nubes y cataratas. Quizá sea mejor.

Con el paso del tiempo, nos resignamos al estímulo de los otros sentidos como un placebo compensatorio. Sólo después de varias décadas de vida aprendemos a apreciar y a categorizar los olores. Identificamos matices reminiscentes. El romero en el jardín, la lavanda en los zapatos, el talco de los pañales. Recordamos con claridad a qué huele la infancia, la navidad, la abuela, el hospital… El primer beso, la primera pelea en la escuela, el primer muerto de la familia.

Como ventanas del alma, los ojos también ameritan Wíndex. Los resanes son soluciones provisionales para un desenlace inexorable: participamos en una larga carrera para dejar de ver. Los oftalmólogos atenuan y retardan esta condición a base de gotas y cirugías.

En la era del “homo videns”, la vista cansada es la membresía honoraria para habitar el gueto de la tiniebla. La debilidad visual provoca un cisma civilizatorio. Mientras Internet no ofrezca estímulos al tacto, el mundo se inclina a la experiencia ocular. Goethe lo anunció con una frase críptica en el lecho de su muerte: “más luz”.

Sólo a través de la pérdida de la visión valoramos que no todas las cosas que son, se ven. Los mecanismos de la existencia no restringen sus atributos a los colores y formas. El tañido de una campana prescinde de la percepción visual y, sin embargo, se trata de una representación auditiva que permite el desarrollo de nuestra imaginación. ¿Qué sueñan los ciegos de nacimento?

Ante el deterioro de los ojos con el paso de los años, cabe suponer que las imágenes son potestad de la juventud. La astronomía como observación de los astros pareciera una profesión que no admite la participación de los ancianos. De hecho, los viejos encienden el televisor sólo para esuchar ruido, no para enterarse de las tramas. La vista es privilegio juvenil.

La longevidad se inclina a la ceguera. El mundo agota su poder figurativo y encontramos, un día, que la felicidad es intrínseca. La realidad termina como una proyección de las vísceras, la concepción –recuerdo o invención– de las cosas. Los ojos son un pretexto (uno entre muchos) del ser.

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