De batallas heroicas y conservadores

By on mayo 6, 2021

Revista Educarnos

Nuestra historia nacional necesita de iconos, de héroes.

A través del sistema escolar así lo aprendimos, a través de la historia oral de los abuelos lo constatamos.

Pensar en el héroe nos da pertenencia y seguridad, nos otorga identidad.

El héroe nacional crea su propio culto en el catecismo laico de nuestro proyecto educativo nacional.

La enseñanza de las historias por tradición didáctica generacional es en este sentido marcadamente repetitiva, memorística, reduccionista.

Los profesores y las profesoras tal vez podamos discutir seriamente en Consejos Técnicos o academias y desatar juntos los nudos gordianos en los que deviene la didáctica de las Ciencias Sociales y construir una ciudadanía más reflexiva con el manejo de este tipo de contenidos, una ciudadanía más participativa y menos contemplativa, menos vulnerable a la falsación de los hechos, más lectora y constructora de su saber histórico-social.

El concepto de nación tiene uno de los pilares fuertes en la historia de bronce, sus bustos y monumentos en plazas y pueblos lo atestiguan.

Hay recurrencia de algunos contenidos sobre la denominada Historia Patria, las efemérides, que desde la etapa escolar conmemoramos lo refuerzan.

Tal es el caso de la Batalla de Puebla del 5 de mayo de 1862 y el general Ignacio Zaragoza cuyo decoro, espíritu nacional y valentía celebramos.

Una batalla, una victoria insuficiente, la segunda intervención francesa, los conservadores felices, Juárez perseverante.

Batallas. La nación en riesgo.

Palabras y hechos que mueven, conciencias colectivas orgullosas de los escasos triunfos, Zaragoza y una de sus frases más citadas que refiere que las armas nacionales se cubrieron de gloria.

El águila (Noticias del imperio de Fernando del Paso ) a punto de ser devorada por la serpiente. Las garras y el pico en posición de defensa, el castillo de Chapultepec convertido en recámara nupcial de Maximiliano y Carlota, los chinacos blandiendo machetes en calzones de manta como representación del sacrificio.

Los enemigos internos que provocan dolor y muerte.

Siempre necesitamos fortalecer la identidad.

El Himno nacional de 1854, el país cercenado, la bandera en el pecho de Juan Escutia, la campana de Dolores, la mano del Cura Hidalgo. Gachupines yanquis, franchutes, Napoleón III, Lorencez.

Eventos como la batalla de Puebla vienen bien para formar esa compleja emoción que es el amor a la patria, esa polisémica conciencia nacional.

Después del flagelo de las fuerzas externas avasalladoras, nuestra inmediata historia real, las cicatrices del orgullo nacional.

Después del proyecto juarista la nación vira –como otros países latinoamericanos– hacia las figuras militares, que sin recato y a espada se constituyen en dictaduras, pagando con moneda cara de modernización este exceso; el Otoño del patriarca descrito por García Márquez en su novela.

Tal vez por eso recuperamos en la memoria histórica colectiva eventos militares de “Gloria de las armas” como la batalla de Puebla.

Nuestra estima nacional siempre se funda en el sacrificio de las masas, en los escasos triunfos, aunque de este tipo de gestas emerjan personajes contradictorios con pecho plagado de medallas como el mismo Porfirio Díaz.

Un gran tramo de nuestro tiempo histórico como nación se caracteriza por la presencia de Generales en el poder ejecutivo. Hemos transitado desde las figuras decimonónicas de Antonio López de Santa Ana hasta Porfirio Díaz y en el siglo XX figuras como el jalisciense Victoriano Huerta, hasta Manuel Ávila Camacho.

Militares “odiados” como Díaz y Huerta y militares “amados” como el “Tata Lázaro”, Lázaro Cárdenas del Río.

El absurdo en estos tiempos de la educación para la paz, parece ser, que sin el componente bélico, sin pólvora, sin cañones que rugen, nuestra historia nacional es inexistente; se desmoronan en fragmentos de adobe los textos históricos.

La efeméride irrumpe en el imaginario social como cohete de fiesta patronal, como chispazo fugaz que nos ilumina y fortalece el orgullo nacional.

El siglo XIX en el tiempo cronológico europeo es crisol de nacionalismos, es tiempo de emergencia de los imperios y de una geopolítica de distribución de los países débiles como si fueran partes de un pastel.

Francia, potencia europea cuyo poder militar le permitió imponer condiciones, le permitió extender la mirada y participar en América, hasta que Estados Unidos después de su propia guerra de Secesión opinó diferente.

La intervención francesa en México tiene esa coyuntura de política exterior.

La historia de México como nación libre e independiente tiene ese componente de lidiar en su etapa de nacimiento y constitución, con fuerzas poderosas como los imperios norteamericano y francés.

Esto explica parcialmente la aventura francesa en suelo mexicano.

Pero la batalla del 5 de mayo de 1862 tiene otro componente: las fuerzas conservadoras internas que facilitaron la intervención extranjera y a la postre la imposición del imperio local como idea de gobierno. Una infancia como país que en mucho explica nuestra estatura, desde la Profesa y Agustín de Iturbide hasta el Castillo de Miramar y Maximiliano de Habsburgo.

Muchas de las grietas que tenemos como país, muchos de los obstáculos que hemos tenido que salvar son atribuibles al comportamiento poco nacional de algunos mexicanos que aislados en su propia miopía y ambición clasista no han dudado en ofrecer el gobierno de México a imperios extranjeros.

Por eso el surgimiento de la figura de Benito Juárez y el movimiento liberal que encabezó. Por eso los personajes como Ignacio Zaragoza y la derrota infligida al orgulloso y poderoso ejército francés.

Por eso la lectura de los héroes y el uso siempre imprevisible de sus figuras. Zaragoza en el billete de 500 pesos que circuló desde 1994, ya en el estadio neoliberal y el embriagante Tratado de Libre Comercio, los tiempos del ocaso de los nuevos pesos después de cercenar tres ceros al peso mexicano.

Zaragoza y la soberanía nacional. Zaragoza y los lentes pseudo económicos de Salinas de Gortari y Zedillo Ponce de León, los mexicanos con posgrado en universidades estadounidenses, títulos a costo de dólares, sustitutos de su acta de nacimiento, la confusión de las distintas calidades de los héroes nacionales, la visión ahistórica característica de las fuerzas conservadoras.

La alharaca presentista de hoy de los variopintos partidos políticos herederos de la estructura ideológica del conservadurismo, los “peritos” apresurados de la tragedia de la Línea 12 del metro en la CdMx, la opinocracia de la prensa vendida, la gesta política pandémica que se dirime en las cabinas de audio y sonido compradas, el intento de confusión de la memoria histórica colectiva cada vez menos manipulable.

Recuperar las fechas históricas importantes no es rendir culto ciego a personajes ni hechos.
Leamos en espiral los hechos históricos y tomemos las lecciones necesarias.

El tiempo histórico presente es una acción política informada.

Parafraseando a Gramsci, la historia debe incrementar su número de buenos pupilos y transitar de un patriotismo de himnos, banderas y héroes de bronce, paraderos de palomas en las plazas, a una noción de patria comprehensiva, crítica, reflexiva, participativa, militante.

Pasar del ciudadano pasivo-objeto, al ciudadano que dialoga con su propio ser histórico pensante que hace patriotismo constitucional como sugiere en uno de sus diálogos Jürgen Habermas.

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