El desafío de regular el ciberespacio sin dañar la libertad de expresión

Por: Marco Antonio García Téllez | Impulso Informativo
En un mundo donde lo digital se ha vuelto tan cotidiano como el lenguaje mismo, el derecho a la libertad de expresión transita por terrenos cada vez más complejos. Puebla ha dado un paso inédito al reformar su Código Penal para incluir nuevas figuras delictivas como el ciberasedio, el espionaje digital y la usurpación de identidad. La intención declarada es: proteger a la ciudadanía en un entorno donde la agresión, el fraude y la manipulación han encontrado un nuevo y basto campo de acción. Sin embargo, en esta decisión también se entretejen riesgos que merecen nuestra atención

Lo que se legisla como un intento de salvaguarda, puede si no se estructura con precisión, abrir la puerta a mecanismos que debiliten las bases que pretenden fortalecer. Las herramientas jurídicas que buscan proteger a las personas en la red deben construirse con la misma rigurosidad con que se protege la libertad de disentir, cuestionar y denunciar, especialmente en un contexto donde los canales digitales son hoy los medios más inmediatos de participación ciudadana.

Legislar en materia digital es una necesidad ineludible. La suplantación de identidad, el acoso sistemático a menores o personas vulnerables, la difusión ilegal de datos o la manipulación emocional a través de medios digitales no son situaciones hipotéticas: ocurren, y requieren respuesta. Pero esa respuesta no debe construirse al margen de garantías constitucionales ni de los principios que rigen el Estado de derecho. La redacción de la ley, su aplicación futura y los márgenes interpretativos que permite deben ser claros, delimitados y exentos de ambigüedad.

Cuando una norma no distingue con precisión entre una crítica legítima y una injuria con daño persistente, cuando deja a la interpretación el “menosprecio emocional” sin establecer parámetros objetivos, cuando no diferencia entre debate público y hostigamiento, entonces deja abierta una puerta peligrosa. En lugar de proteger, puede perseguir. En lugar de fortalecer el tejido social, puede sofocarlo.

El equilibrio no está en elegir entre proteger la dignidad y preservar la libertad. El desafío está en lograr ambas. Es posible castigar la violencia digital sin criminalizar la expresión; es legítimo combatir la manipulación sin anular la crítica. El marco legal debe reconocer que, en democracia, no toda incomodidad es violencia, y que no todo conflicto en redes equivale a un delito.

El ciberespacio es hoy uno de los principales escenarios del discurso político, social y cultural. Regularlo no es censurarlo, pero ignorar su naturaleza libre y descentralizada puede convertir la regulación en una mordaza disfrazada de bien común.

Puebla está en un momento clave. Esta reforma representa una oportunidad para elevar el debate público, no para contenerlo; para construir ciudadanía digital crítica, no para criminalizarla. La pregunta no es si se debe legislar en lo digital. La pregunta es cómo se puede hacer sin que ello implique reprimir lo que da vida a toda democracia: el pensamiento libre.

Cuestionamientos que exigen conciencia

¿Qué tan claro es el límite entre una crítica legítima y una ofensa sancionable cuando hablamos de redes sociales?

¿Quién decide cuándo una expresión digital se convierte en un delito, y con base en qué criterios?

¿Puede una ley mal diseñada convertirse en una herramienta para callar voces incómodas en lugar de proteger a las víctimas?

¿Qué garantías tiene la ciudadanía para que esta reforma no termine siendo usada contra quienes denuncian abusos o corrupción?

Como estudiante de Derecho, reconozco que el entorno digital ha exigido al marco legal una evolución constante. Existen ya normas fundamentales que protegen la vida en línea, como la Ley General de Protección de Datos Personales. Sin embargo, ninguna legislación previa abordaba de forma tan directa y punitiva fenómenos como el ciberasedio o el espionaje digital. Esta nueva reforma abre un terreno inédito, tanto en posibilidades como en riesgos. Es precisamente por ello que su diseño debe ser meticuloso, cuidadoso, garantista de derechos y, sobre todo, abierto al escrutinio ciudadano y académico.

Si la intención es proteger, la ley debe dejarlo claro. Haría falta, por ejemplo, delimitar con precisión qué significa “insistencia” y bajo qué condiciones una expresión se convierte en agresión sancionable. Un marco legal así no puede construirse sin escuchar a la sociedad civil ni sin asegurar que la crítica legítima esté siempre a salvo. La reforma sería más robusta si caminara de la mano con una estrategia de educación digital, que forme a las nuevas generaciones no solo para protegerse, sino también para expresarse con responsabilidad.